El pañuelo

Hace ya unos años que se desdibuja el límite de las estaciones, y no sabe uno si el tiempo es propio del mes o del momento, siendo así que en una misma semana pueden colgarse los abrigos o desplegarse de nuevo sobre los hombros helados de las mujeres, más sensibles a todo y también a eso.

Da la sensación de que los paisanos, cuando los había, tenían a raya con su conocimiento los ciclos del cielo, y aunque se vieran sujetos a sus caprichos, por lo menos había control sobre las grandes cifras del año, que son las estaciones. Pero ahora no, que igual es verano en octubre que de repente es abril, como las mil aguas que anegaron en julio la cuenca de Les Arriondes.

Y quizá se debe todo a que, hoy, el clima viaja sin parar a remolque de los telediarios, y se ensancha el mundo también en ese flanco, regresando los vientos a cada lugar con algo de monzones, como si hubiesen aprendido por ahí a desplomarse sin avisar. Y así se va diluyendo, por el arte de viajar, la manía de repetir que tiene el clima, y quedan sin autoridad los refranes, que tanta vida tuvieron en la ciencia de aldea.

Y se apunta la gente a lo global con lo de que ya no nieva, al menos, como antes, y posiblemente sea la cosa tan cierta como la bella verdad que ciñe el cuello de Leonor, con forma de pañuelo, tomando un té en las terrazas de noviembre. Lo estrenó en primavera para una chaqueta sin tiempo, y lo luce desde entonces a tramos de sol. No lo sepulta en el armario porque, concluida una vida de tradición, se libera ella y no sólo el clima de las obligaciones: aldeana del Cuera en la claridad de la voz, fue y se jubiló de una Suiza ciudadana en la que nunca hubo invierno para su elegancia.