Soñar el futuro

Aquel hombre comenzaba a hacerse mayor no tanto por la edad como por el conocimiento. De hecho hacía una temporada que le asaltaba la tentación de plantar. Por su edad, que no era mucha, le había tocado convivir con la España de la Expo, el boom de la construcción y la funesta cultura del pelotazo, es decir, la afición al dinero en gran cantidad, obtenido sin esfuerzo y sin riesgo. Algunos de sus amigos habían sido señalados por esa fortuna que suele llevar carnet de partido, pero él se mantenía a salvo en limpia compañía de sus ideas.

Por eso, cuando le sobrevino primero la ocurrencia y después la voluntad de plantar árboles, temió estar convirtiéndose en una persona de edad. Más, si cabe, cuando no le importaron los años que demoran en rendir las especies veteranas: más de treinta el castaño, de cuarenta para arriba el nogal. Entonces le vino a la memoria la imagen de su padre injertando, hendiendo en el alma de los paganos varas de mejor raza. Recordó también a Pepe el carpintero, desmochando árboles maduros y aprovechando una zanca, cada cuatro años, de las que le brotan al castaño en la copa. Y sintió acentuada la voluntad de plantar, que es algo así como el reverso de las tentaciones, porque quien planta o injerta sabe que, si bien podrá conocer el resultado, difícilmente aprovechará el fruto de su acción.

Así que cogió la fesoria grande y la pala chica, y empobinó los pozos -ahora que es casi enero- para que ventilase la tierra de recibir. Y lo hizo para compensar la inmensa deuda que va a pesar sobre las generaciones, exhaustos los fondos de petróleo y de pensiones, y peligrosamente armado un planeta desigual. En cada plantón dejó, a cambio, una esperanza en forma leñosa, modo antiguo de soñar el futuro entre la avisada gente campesina. Dicen.