Un paseo por el río Purón

Los recorridos cortos son singulares.

Es cierto que quien mucho viva mucho verá, como sentencia mi vecino, pero también es verdad que una historia breve y clara merece la pena:  el río Purón es -dicen- uno de los ríos más cortos y limpios del mundo. Como los buenos políticos, entrega pronto el caudal y no deja lugar a corromperse.

Toda la cuenca del Purón cabe en la palma de una mano. Pero toda ella se visita en vano si no se atiende a su singularidad: del puente del Ferrocarril abajo, hacia la desembocadura, la historia local de la angula está por escribir. Entraba mucha, y cuando se empezó a pagar, despertó la tensión entre Purón y Vidiago: los vecinos se disputaban la costera con candiles de cristal en la mano, por la nocturnidad en ese arte de la pesca. De aquella, los aldeanos interrumpían su labor para acutar el sitio en la ribera. Dejaban una caja de madera en el lugar y volvían a rematar la ceba y ordeño, porque la posición para el lance era fundamental: el puestu Ladio al borde del río, por su mérito y veteranía, quedaba al margen de la discusión. Cuánta historia sin épica, pero escrita con la verdad de los días, permanece sepultada entre el olvido y la vegetación. El curso del río Purón merece una memoria inversamente proporcional a su geografía.

El pueblo, que lleva el nombre del río o viceversa, también merece atención: una vía rodada que acaba en si mismo es a la vez una suerte y un destino. Dicen los de Llanes que todo el entorno es de cine, sin darse cuenta de que las películas apenas logran pisarle los talones a la realidad. Por ejemplo, el puente del ferrocarril, de factura puntillosa, propia de una época en que la técnica se amoldaba al paisaje, sin reventarlo.

Después, el túnel de vegetación que lleva desde la galaxia Llanes, masiva en fechas, al finisterre de Purón. El vial sinuoso que conduce hasta la moderada apertura del pueblo, con dos arquitecturas americanas a la entrada, equivale a una buena introducción, de esas sobre las que hay que volver una vez terminado el libro. La carretera, minúscula en largo por ancho, explica por ella misma la intimidad del valle y el adentramiento. Los vecinos de Purón son silenciosos. Quizá porque allí no llegan muchos, quizá porque allí todos apagan los motores.

El camino por la ribera del río también es corto y especial. Una antigua central hidroeléctrica con el rebosadero aún visible sirve ahora de bar, adjunta a un moderado aparcamiento. No puedo imaginar las apreturas de temporada, en un itinerario que nunca es claramente de a dos.

Al dejar el coche comienza el camino a pie, primero por la margen derecha del río, luego, tras un puente, por la izquierda. En apenas media hora, se alcanzan las principales fuentes del río, con un agua cristalina sin metáfora ni exageración: la cámara fotográfica no la recoge, y si nada mueve la superficie, las imágenes reproducen las piedras del fondo como si el cauce estuviera seco.

La vegetación, exuberante, proporciona a quien lo quiera ver un buen repertorio de verdes: el acentuado de los berros, el de la zarzamora, que los gallegos dicen silva y nosotros bardo, el decaído de las aulagas, aquí árgomas, y el de tono ceniciento en los brezales, apoderándose de unas cuestas a punto de quedar huérfanas en ganado.

Todo el recorrido por la ribera del Purón es manso, con pequeños prados de otro tiempo. El monte se va viniendo encima y alrededor, esquivado por el cauce. Al final, en forma de embudo, el camino se va entrometiendo en el relieve; y casi al término, tras la balsa y azud de la piscifactoría, el insólito nacimiento del Purón, donde el agua es incolora, como dicen los libros.