Teatro de manos
Tiene dos años y es la primera vez que ve a su abuela planchar. Casi nadie tiene tiempo hoy -o humor- para dejar ribeteadas las camisas con esa tersura que imprime la plancha.
Hecho ojos, el crío sigue la navegación del buque por el mar de rugosidades, observa cómo se impone el acero, con qué superioridad arrolla los rizos en la camisa, cómo bordea cada botón en busca de las imperfecciones. Muchas tareas domésticas, verdadero teatro de manos, cuentan con ese público tan entregado de quienes descubren el mundo.
Ya la había visto en otras ocasiones acometer un repollo. Los repollos vienen del supermercado con un porte de considerable belleza. La abuela suele empuñarlos como un ramo de flores -pero que son de comer- y hace el tonto delante del pequeño, otra vez el mundo al revés, con las cosas de vivir convertidas en espectáculo. Lo llaman educación informal, pero puebla de contenido la memoria histórica de las personas atentas.
Con todo y con ello, lo que realmente espera el pequeño espectador es el arte de la masa. Hace semanas que no se echan tortos en casa. Vinieron algunos cuando la nevada, pero luego mejoró el tiempo y los días no tuvieron horas. El crío siempre recuerda el momento de deldar. Porque cuando la bola amarilla alcanza la forma y la proporción (lagom dicen los suecos), cuando la abuela queda tranquila, mirando como si posase, entonces toca actuar sobre la masa sobrante, a medias entre la imitación, el juego, y ese ensayo infinito con el que el ser humano entra y sale sin parar de la vida adulta.