Cabruñar

Gonzalo Barrena.

Con el arte de cabruñar, otro saber de la autosuficiencia, el campesino se provee de las herramientas que necesita o las adecúa al uso. Así ocurría antes de Amazón y del consumo, antes de que las personas rompiesen a pedir y tirar las cosas que sirven. Consumir, fundir, quemar, verbos malditos en el imaginario de una civilización ecológica, pero sin papeles.

En las primeras horas de tarde, a la sombra del día, el conocedor revisa sobre las yemas la continuidad del corte, su estado, las melladuras que cuartean el filo tras una mañana de aplicación. Vaya cómo está, se admira el paisano dispuesto a restablecer la hoja, una vez apeada de la vera y el estil. Advertir los fallos, como la necesidad, conduce la igua.

Y es entonces cuando, sujeta la cuchilla entre el índice y el pulgar de la manzorga, la hoja comienza a adelgazar. Por el prisma de la yuncla va pasando, como si fuera una vida, el metal de la guadaña. Y del talón a la punta, el jocicu romo del martillo resuelve al milímetro cualquier discontinuidad, para que el torso del segador en su momento pueda xebrar los tallos de la tierra. Por el sonido del arco distingue quien está d’ello la suficiencia del cabruñu, una de tantas sensaciones vetadas al desbrozador. El que siega a mano, oye, huele, piensa y desarrolla cintura con el paisaje.

Porque si el arte de cabruñar, como tantos saberes saberes inadvertidos, es sutil, también lo son les operaciones enguedellaes: enmangar, sacar el ángulo… o el chas-chas cargado de identidad en el paisano que afila. Con el talón añeráu na pierna, la vista perdida y el pensamiento en lo que sea, la piedra y figura del segador allanzan otru mediu día el valor del cabruñu. O arte.