En común.

Gonzalo Barrena.

Las áreas recreativas, tan modernas ellas, han entrado en decadencia. Tuvieron su apogeo cuando la política y la construcción se conchabaron, dejándole unas migajas de satisfacción al pueblo en los recodos del suelo. Había tal fiebre de proyectos que, con unos cuantos bancos y unas barbacoas, el poder blanqueaba sus fechorías. Y sirvieron a la causa del trabajador porque las familias con prole no suelen tirarse el nardo en sitios de tenedor, pero su diseño nació tan herido como el de los adosados: no son espacios pensados para compartir.

Un poco más atrás, cuando los abuelos, ni había tiempo ni lugar a la recreación. Los festejos se agotaban con el santo, alguna boda o las comuniones, y los almanaques apenas tenían dos días en rojo sobre las faldas del año. Pero conocieron por evolución el albor de los merenderos. Eran los años 60, y los barrios emergentes comenzaban a sacar la cabeza en la España del general. No existían los findes, los sábados empezaban por la tarde y sólo quedaban los domingos para compartir. Pero los bares, que eran principalmente de beber y de género, alargaron hacia el exterior y el buen tiempo mesas corridas, y la comida -se admiten comidas- abastaba las mesas de padre, madre, daqué güelu, algún pariente y una rapacería surtida, porque no se habían descubierto aún los hijos únicos.

A ningún restaurador de aquellos le estorbaban los críos, que se tenían como bendición, y las mesas, como las viandas, llegaban más allá de la mera familia. La diversidad de los comensales no afectaba a la tabla ni a la conversación, como en los trenes, con asientos corridos también y a años luz de los pasajeros autistas, perdone, quitándose un auricular, es que no le estaba escuchando.

Hoy persisten algunos espacios de esos por obstinación. Barrunto que sobre algunos vuelve la moda, y confío en que los tiempos de ajuste que vienen, seguramente, traigan consigo aquellos modos tan naturales de existir en común.