Tiempo de campanario

Gonzalo Barrena

El Fielato,

Hace tiempo que no suenan las campanas de la iglesia. Los vecinos andan hoy pendientes de otros sonidos, que entran en las casas desde los campanarios silentes de la telefonía. En los hogares, el tintineo incesante de Internet, religión emergente, ha ocupado la atmósfera, y el tiempo se desorganiza cada vez más por la interrupción de los avisadores, apretado enjambre.

Qué quieren que les diga…añoro el tañido agnóstico de la campana, que iba jalonando las horas del día con otra periodicidad. El zumbido de los dispositivos, junto al diluvio de globitos, cada uno con su ocurrencia, están convirtiéndose hoy en opio del que piensa.

Muchas tardes, en medio de esta peste y agitación, echo en falta un tiempo conciliador. Hoy, como entonces, no aparecen claras las lineas que separan el descanso de la labor, pues los teclados no se compadecen con el pensar, cosa que sí podía hacer quien tallaba, en las horas muertas, sus utensilios.

Hoy compré un rastrillo de madera en la ferretería, para atropar el verde que le sobra a esta ubérrima primavera. El peine era de plástico, como los dientes, por eso ni me atreví a pedir un angazu. Lo hice a mi pesar, arrastrado por un precio que permanece chino y porque no ha vuelto, todavía, el tiempo de campanario, cuando el paisano sacaba de una rolleta, ún a ún, los dieciséis dientes del angazu. Catorce si era para rapaces, y hasta dieciocho cuando había hombres y envergadura.

Los dientes siempre se echaron de fresnu y siempre fueron pares, para que la torga, que era de nogal a cuenta del peso, recibiera mejor el forcáu o el mango recto, generalmente fabricado en la materia de los avellanos.

Eran cosas que se sabían. Y se hacían así.