La luz de Benzú

Gonzalo Barrena.

Quizá por visitarla a la tarde, cuando el sol va cerrando el ángulo de poniente y ciega la mirada a Tarifa, la luz de Benzú podría considerarse post-mediterránea. Beliones, en Marruecos, le guarda la espalda atlántica, pero no puede hacer nada con el agua, que recupera el tono sombrío del oeste malgré los rayos. Otra cosa es la frontera, doblemente paradójica aquí, en las antípodas de El Tarajal.

El espigón que se adentra en el mar, orlado de espinos metálicos, se deslíe de repente reconociendo el absurdo geográfico de dividir espacios burocráticos, que están hechos de tierra y papel. Pero el obstáculo, sumado al Rif, convierte a la pedanía de Benzú en una esquina del mundo, lo que no le resta sino al contrario atractivo alguno.

El limes romano pasó al castellano como “límite” por la fuerza del genitivo, pero en si mismas, las fronteras, siempre generan algo, contradiciendo la instrucción colonial de dividir. Las líneas rectas tienen sentido sobre el plano, pero sobre el suelo humano son incoherentes, permeables al trasiego y absolutamente ineficaces a la ósmosis de los pueblos. Reinan sobre el mapa político, sin duda, dando labor a gendarmes y transeúntes, y demasiadas veces son cruentas como en El Dniéper o en Gaza, pero aquí, en el ínclito Benzú, la malla deja pasar a su través un contenido comercio local y la curiosidad, que tiene un hocico tan fino como el agua. ¿Cómo será el otro lado?.

Sobre la arena incierta de Punta Blanca, es fácil invertir el tiempo en geografía, mientras los muchachos juegan alrededor y el té verde pierde su incandescencia. El lugar es habitable y escapa a la vorágine, manteniendo equilibradamente la población. Su luz natural es hermosa, aunque otra cosa sea la artificial: demasiadas horas Benzú pasa a espaldas del suministro.

El Faro de Ceuta, 12 de febrero, 2024.