El olor del cuero.

Gonzalo Barrena.

Un poco a remolque de las andanadas turísticas, se posan las tiendas nómadas sobre las avenidas, ofreciendo cosas para ponerse a las personas que van pasando. El caminar vacante titubea, mira descuidadamente, a veces observa y se detiene, toca y, de tanto en tanto, compra.

Por el tipo de artículos que cuelgan en los bazares, se puede deducir la naturaleza de los visitantes, toda una clase bizarra dispuesta a cargar con los mandamientos de camiseta y la panoplia de mensajes elaborados por la estupidez artificial.

No obstante, entre los puestos de baratillo asoma en ocasiones el olor pregnante del cuero trabajado a mano y punzón, un aire distinto e inconfundible entre los esperaderos. Ese olor forma parte de los colores principales en la paleta del olfato, junto al del pan recién hecho, los bizcochos, la hierba seca o la tierra mojada, por poner alguno de esos caminos que reconducen a la naturaleza perdida entre tanto poliéster.

No se conocen muchas alergias al cuero y la irritación que provoca sobre algunas pieles se debe a los colorantes o al cromo de los procesos industriales. No las había cuando en las tinajas del curtido operaban las cortezas vegetales, las sales o el alumbre. La química tradicional, con sus errores, cuenta a su favor con milenios de ensayo y acierto.

Con lo que, en guantes, mochilas, calzado, así como en el conjunto indeterminado de abalorios que se ciñen, hay toda una aristocracia artesana que brinda al transeúnte la ocasión de tratar con mercancía amigable, que no provoca rechazo y devuelve a su hacedor tras el pago la solidaridad con el verdadero arte de su trabajo.

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El Fielato, 24 de julio, 2025.