Majada de Manzaneda. Sierra de Cuera. Imagen: Xulio Concepcion.

El presente continuo de Juan Puertu. Historia y lenguaje en las majadas de Cuera.

Gonzalo Barrena.

La conversación con Juan “el de Las Mellizas” fluye como la fuente La Pájara, que nunca se seca, trayendo décadas al presente con frescura, sin un ápice de resentimiento ni idealización. El recuento de los episodios convalida un buen manual de historia por escribir y arranca en la primera mitad de los 40, siempre en Cuera. A él, como a tantos, los echaban con muy pocos años al puerto, aunque no todos lo convirtieron en apellido: a Juan se le conoce mayormente en Cabrales como Juan Puertu.

En el entonces de Cuera, echaban humo veintiséis cabañas en las majadas de Carreña: Manzaneda, Julespina, Abeduliu y Llapudia, más las dos que se añeraban en Jougieru. Solo otros dos pueblos del Concejo soltaban al norte: Asiegu a Brañes, y Arangas a tres sitios: El Cantu, Aba y Riaña. El resto de las parroquias cabraliegas enviaban la reciella al sur, rumbo a Los Picos, en toda una asimetría territorial. Juan subía con una tía mayor porque en el pueblo, hombres y madres, andaban a herba de sol a sol.

El habla de Juan Puertu desgrana con soltura el pasado reciente de Cabrales, desde 1941 y su nacimiento el El Parmentar –entonces no se iba a nacer a ningún sitiu, hiju– hasta hoy en La Bárcena, otro barrio de Carreña donde atiende de su mano un puñado de gallinas. Sin embargo, la patria grande de Juan se asienta en Manzaneda, la majada de Cuera en la que pasaba los veranos de días infinitos jaciendo quesu podre –las piezas grandes- y cuayaos, los quesos chicos que bajaban los sábados a Carreña, al mercado semanal. Allí acudían tratantes de La Pola y otras villas en busca de lo que Cabrales aportaba al universo del comercio: quesos, lana, ganado, gallinas, pieles -curtidas o frescas- de raposu o gato montés, que eran muy apreciadas. Había quien aquellos días de mercado vendía hasta la dielda -el cuajo- una expresión certera que describe la potencia de los intercambios.

También hubo tiempos de dificultad, inciertos, con demasiada posguerra a cuestas: en los jergones de capulla, había noches que no sonaba ni una jueya… y aunque no se pasaba hambre en el puertu porque siempre había leche y borona, tampoco había muchu ónde escoger. Pero también hubo días negros como un tenobre, pues la fatalidad visitaba de vez en cuando a las familias campesinas. Á él no le tocó la pérdida de la hermana mayor, que se fue con año y medio, pero sí la muerte de José, el de seis años que jugaba con él: ¿ónde está Pepe?, preguntaba, sin que el aire diera respuesta del ausente. En su casa, con los dos fallecidos prematuramente, Geli, José Manuel y Juan Tomás, que es él, fueron cinco los hijos de José y Clementina.

A los ochenta y cuatro años de lucidez plena, sus días de solio siguen discurriendo en el puerto, tiempo de juventud desbordante y noches ubérrimas, como las que pasaban a conceju tras la llabor, si estaba bueno, y si orbayaba, en la cabaña de Dora, que era la más grande. Una noche éramos tantos allá que rompió la viga y nos fuimos todos abaju. Pero, oye: no se marchó nadie de allí hasta que se compuso el tilláu.

Hoy, todo ese patrimonio se vuelve presente para quienes saben escuchar a Juan Puertu, especialmente cuidadoso a la hora de comunicar su conocimiento. Con los críos, Juan Tomás es tierno y firme a la vez, atestando de ética y estética el panorama que despliega en su cabaña, sin otra cobertura que el excepcional modo de contar.

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Semanario El Fielato, 4 de septiembre, 2025.